La vocación vinícola de la zona norte de la península de Baja California comenzó hace ya más de dos siglos. El primero en notar que el clima del Valle de Guadalupe tenía grandes similitudes con el de las zonas productoras de vino situadas en torno al mar Mediterráneo fue el alférez Ildefonso Bernal pionero en la exploración española de este territorio a finales del siglo XVIII.
Pero los monjes jesuitas y dominicos, se ocuparon de plantar las primeras vides. En 1834, una orden de dominicos fundó la misión Nuestra Señora de Guadalupe del Norte con el objetivo de evangelizar a la población local. Sin embargo, pocos años después debieron abandonar sus instalaciones atacados por indígenas de la zona que se oponían a los bautismos forzosos.
Más de 50 años después, en 1905, una comunidad religiosa rusa de cristianos molokanes compró una veintena de hectáreas de terreno en el Valle de Guadalupe para establecer viñedos, su empresa se convirtió rápidamente en un rotundo éxito. Pronto la voz se corrió y, durante la Segunda Guerra Mundial, más familias rusas se mudaron a la zona para dedicarse a la producción de vino.
Así, la industria creció y el lugar empezó a llamar la atención del turismo. El Museo Comunitario Ruso, en el poblado de Francisco Zarco, cuenta la historia de estos inmigrantes que iniciaron lo que hoy es una pujante industria tanto vinícola como turística.
Actualmente, más de 70 bodegas de diferentes dimensiones (desde las más grandes para los emprendimientos familiares y las pequeñas para bodegas boutique) producen el 90 % del vino mexicano y se sitúan tanto en el Valle de Guadalupe como en los valles vecinos de San Antonio, Ojos Negros, Santo Tomás, San Vicente, La Grulla, Tanamá, Las Palmas y San Valentín. De esta manera, la Ruta del Vino mexicano se convirtió en un imán irresistible para los viajeros de todo el mundo.
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